La victoria de Trump demuestra que el PIB no es suficiente para ganar elecciones

Entre los senadores demócratas es difícil encontrar a alguien con posiciones más progresistas que las de Sherrod Brown. El senador de Ohio desde 2007 ha sido especialmente crítico a lo largo de su carrera con la tendencia de su partido a alejarse de las clases trabajadoras de EEUU en el Medio Oeste, que vive en una permanente sensación de crisis desde el inicio del declive de la industria tradicional en los años ochenta. Siempre ha gozado del apoyo de los sindicatos en su Estado y ha participado en piquetes en las convocatorias de algunas huelgas. Brown, de 71 años, pero con aspecto de ser más joven, es lo más parecido a un político de izquierdas que se pueda encontrar en EEUU.

En las elecciones de este martes, Brown ha sido derrotado por el candidato republicano, Bernie Moreno. Ha sido una contienda disputada. Moreno obtuvo el 50,2% de los votos por el 46,4% de Brown, con algo más de 200.000 votos de diferencia. Moreno, nacido en Colombia, entró en política hace tres años después de ganar mucho dinero como dueño de concesionarios de coches de lujo. Rechaza el derecho al aborto y apoya la construcción de un muro en la frontera con México. Años atrás, calificó a Donald Trump de “lunático”, pero ahora se considera un político cien por cien trumpista.

Ohio es un Estado que ha evolucionado en los últimos veinte años a posiciones claramente conservadoras. Aun así, los demócratas confiaban en que Brown pudiera resistir en estos comicios, lo que no ha sido posible. El final de su carrera política sirve como ejemplo para entender el resultado de las elecciones que ha ganado Trump.

No importaba que las grandes cifras de la economía norteamericana fueran positivas desde el final de la pandemia. El impacto de la inflación en la economía de los hogares iba a castigar al partido en el poder, aunque pocos pensaban que hasta los extremos que se han producido en las urnas.

Kamala Harris centró su campaña en advertir de los peligros que supone Trump para el futuro de la democracia. La mayoría de los votantes consideró que su situación económica era más importante a la hora de decidir el voto, como ocurre en casi todos los países. No se les puede llamar egoístas. Es sólo que la Constitución no te da de comer todos los días.

El senador Bernie Sanders, que consiguió la reelección en Vermont con un 63% de los votos, tuvo duras palabras con la estrategia de la campaña de Harris. “No puede ser una gran sorpresa que el Partido Demócrata, que ha abandonado a la clase trabajadora, descubra que la clase trabajadora le ha abandonado”.

En una de las últimas encuestas de The New York Times, el pesimismo de los votantes era evidente, como había quedado reflejado en otros muchos sondeos. Sólo el 28% de la gente creía que el país caminaba en la dirección correcta y sólo el 40% aprobaba la gestión de Joe Biden. Con esos números, cualquier partido en cualquier país está condenado a la derrota. Ese malestar estaba extendido en toda la población con independencia de la edad, educación y género, y sólo era menos intenso entre los mayores de 65 años y la población negra.

A la pregunta de en qué candidato confiaba más para la dirección de la economía, Trump gozaba de una ventaja de siete puntos sobre Harris. En otros sondeos, esa diferencia era mayor. Un 51% pensaba que la economía necesitaba cambios importantes. Sólo un 3% creía que no era necesario ningún cambio.

Las encuestas hechas a pie de urna en el día de las elecciones apuntaron a un culpable obvio: la inflación. Un 67% decía que la situación económica era mala o muy mala, según el sondeo de NBC. La economía familiar estaba peor para el 45%, igual para el 30% y mejor para el 24%. Sólo el 24% afirmaba que la inflación no le había provocado problemas graves. Como pasa en todos los países, el impacto de los precios era más intenso en las rentas bajas y medias al ser muy evidente en los alimentos y la vivienda, dos de esos gastos que son inevitables.

Kamala Harris perdió tres puntos entre los que tienen ingresos por debajo de 30.000 dólares anuales con respecto a los resultados de Biden en 2020. Perdió cinco puntos con los votantes de entre 30.000 y 50.000 dólares. La pérdida de apoyos fue mayor, ocho puntos, en los hogares con ingresos de entre 50.000 y 100.000 dólares. Al igual que en España, el índice de participación en las urnas aumenta en función de los ingresos.

En 2023, el salario mediano en EEUU fue de 48.060 dólares anuales, aunque hay grandes diferencias entre estados (en Texas fue de 45.970 dólares, en California de 54.030).

Ante esa realidad, el mensaje centrado en los muy buenos datos macroeconómicos de EEUU estaba condenado al fracaso. Y no es que esas cifras sean falsas. El PIB per cápita del país alcanzó los 65.548 dólares en 2019. En 2023, ascendió a 81.695. El paro en octubre de este año estaba en el 4,1% de la población activa, el 3,4% entre los mayores de 24 años. La Bolsa de Wall Street encadenaba récords de subidas.

Ese nivel de pleno empleo no podía ocultar que los salarios no habían subido al mismo nivel en el sector de los servicios que la inflación. En muchos estados norteamericanos, la población latina cuenta con una presencia muy importante en el personal de los servicios, lo que ayuda a entender que Trump haya disfrutado de un récord de apoyo entre ellos por encima de lo conseguido antes por cualquier otro candidato republicano.

Cuando los precios comenzaron a bajar, una parte importante de la población no veía las buenas noticias por ninguna parte. A nivel macroeconómico, era un hecho indudablemente positivo, pero las familias no lo veían así. A fin de cuentas, los precios no habían bajado, sino que habían dejado de subir con tanta velocidad. Desde finales de 2023, el aumento de los salarios había sido superior al de los precios, pero no tanto como para compensar la pérdida anterior de poder adquisitivo.

El incremento de los precios no fue uniforme. Los productos más baratos tuvieron aumentos de precios mayores que los más caros, según un estudio citado por el Financial Times. En cuanto al empleo, el temor a perder el puesto de trabajo aumentó a lo largo de este año entre los trabajadores con ingresos inferiores a 50.000 dólares. Los impagos en las cantidades que hay que abonar por el pago con tarjetas de crédito también han sido mayores en los hogares de renta baja.

El aumento de los precios se inició ya con Biden en la Casa Blanca. Se hubiera producido con cualquier otro presidente. Los votantes recordaban que la inflación había sido baja en el primer mandato de Trump. Los republicanos se ocuparon de culpar al inmenso paquete de gasto público promovido por Biden para que la población soportara el impacto de la pandemia, que fue muy superior al que se llevó a cabo en los países europeos.

La inflación es un arma deslegitimadora de los gobiernos. Su capacidad para impedir la subida de precios no es muy grande, pero lo que es seguro es que los partidos en el poder sufrirán las consecuencias políticas.

El fenómeno se ha producido también en Europa. Por esa y otras muchas razones, los conservadores fueron aniquilados en las elecciones británicas. En Francia y Alemania, los gobiernos se encuentran en mínimos de popularidad. Los socialdemócratas se encaminan a una derrota segura en las elecciones de Alemania de 2025.

Nadie ha salido indemne. El pesimismo económico tiene una capacidad brutal de matar gobiernos.

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Donald Trump, el monarca reaccionario que impondrá su voluntad

En su no demasiado larga carrera política para un hombre de 78 años, Donald Trump no ha dejado de dar sorpresas. La conseguida este miércoles supera todas las anteriores. Su victoria en las urnas le permite regresar a la Casa Blanca cuatro años después de ser derrotado por Joe Biden. Esta clase de retorno no tiene precedentes en la historia política norteamericana moderna. Hay que remontarse al siglo XIX para encontrar algo parecido con la victoria de Grover Cleveland en 1892.

Claro que tampoco es posible encontrar muchos políticos que se parezcan a este promotor inmobiliario neoyorquino. Sus tres matrimonios y su vulgaridad no le impidieron recibir todo el apoyo de los ultraconservadores evangélicos. Sus ideas distintas a la cultura conservadora en materia económica en relación al comercio exterior no le han dejado sin el voto de la mayoría de los votantes republicanos, que a fin de cuentas valoran que Trump vaya a hacer lo que les importa: bajar los impuestos.

Un disparo de fusil estuvo a punto de hundir sus planes en esta campaña y de volarle la cabeza. Le rozó la oreja, pero un desvío de un centímetro podría haber cambiado la historia del país. “Mucha gente dice que Dios salvó mi vida por una razón”, dijo Trump al celebrar su victoria esta noche. “La razón fue restaurar este país, repararlo. Vamos a cumplir esa misión juntos”. Lo de juntos es discutible. El futuro presidente sabe muy bien lo que le ocurrió en su primer mandato. Ahora no dejará que un miembro de su Gobierno o un asesor alteren sus planes. Se hará lo que él diga.

Una de los elementos singulares sobre la trayectoria de Trump es ver lo poco que ha cambiado desde los años en que ni él mismo pensaba que pudiera tener éxito si se metía en política. Cuando poquísima gente lo conocía fuera del Estado de Nueva York. Todo eso cambió con un programa de televisión, que lo creó como figura pública nacional. ‘The Apprentice’ era un ‘reality’ en el que jóvenes aspirantes a genios de los negocios competían ante un único juez, Donald Trump. Los creadores sabían lo que tenían que hacer. “Nuestro trabajo entonces consistía en hacer una ingeniería inversa del show para conseguir que él no pareciera un completo imbécil”, dijo un miembro del equipo de producción a los autores del libro ‘Lucky Loser’. 

Esa misma sensación de ilusión –una fantasía difícil de creer– existió cuando presentó su candidatura a las primarias republicanas para las elecciones de 2016. Contra los pronósticos de los que habían cubierto las primarias desde décadas atrás, Trump fue el vencedor de la competición interna y después de las elecciones presidenciales. Algunos incautos creyeron que Trump se iba a moderar o adaptarse a las estructuras tradicionales del sistema político norteamericano. No podían estar más equivocados. 

El mismo efecto de incredulidad tuvo su llegada a la Casa Blanca, que inició un período caótico de gobierno que se vio finalmente arrollado por la pandemia. Trump se reveló como el padre protector de la desinformación como forma de hacer política cuando se negó a reconocer su derrota en las urnas ante Biden en 2020. El asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021 demostró el precio que podían pagar las democracias si tenían éxito aquellos que desprecian a las instituciones democráticas. En ese momento, parecía que el futuro de Trump había quedado amortizado de forma definitiva al quedar claro y a la vista de todos que se había convertido en un peligroso dinamitero de la democracia. Una vez más, resultó un pronóstico errado.

En 2022, con las elecciones legislativas, cae hasta el que quizá sea el punto más bajo de su prestigio entre los conservadores. Candidatos promovidos por él –algunos realmente estrafalarios– son derrotados. Hasta los medios de Rupert Murdoch toman nota de su declive.

En el colmo del descrédito, el tabloide conservador The New York Post, que siempre le había apoyado, coloca su anuncio de que se presenta a las primarias en la parte inferior de la portada con el titular “Florida Man Makes Announcement” (un hombre de Florida hace un anuncio) y envía la noticia a la página 26. “Sus niveles de colesterol son desconocidos, pero su comida favorita es un filete muy hecho con ketchup. Ha declarado que sus méritos para el cargo incluyen ser ‘un genio estable’. Trump también fue el 45º presidente”, dice el texto escrito con la única intención de burlarse de él.

Es otro espejismo. Trump convierte esas primarias en un paseo. El Partido Republicano está en sus manos y se ha convertido en una plataforma para su beneficio personal.

Votantes de Trump en una fiesta del Partido Republicano en un hotel de Las Vegas el 5 de noviembre. EFE

Donald John Trump, 78 años, 1,90 de estatura, quizá algo menos sin alzas en los zapatos, casi siempre por encima de los cien kilos de peso, nacido en Nueva York y residente en Florida desde 2020, abstemio y gran devorador de hamburguesas (su comida favorita es un Big Mac, un sandwich de pescado también de McDonald’s, patatas fritas y un batido de vainilla, según su yerno), tres matrimonios, cinco hijos, un ego aun más grande que su aspecto. Un tipo obsesionado con la opinión que los demás tienen de él.

De joven, es un gran admirador de Richard Nixon, el presidente que más influyó en la política norteamericana de las décadas posteriores. De él, hereda el resentimiento personal contra las élites de la Costa Este que ningunearon a Nixon al principio y lo hundieron después. Y también el resentimiento contra la evolución de un país en el que los blancos no son los únicos que tienen sujetas las riendas del poder. En el fondo, quiere que EEUU vuelva ser el país que era antes en un mundo diferente que ya no volverá. Antes de que las mujeres y los negros reclamaran sus derechos.

No se puede entender a Trump, cuenta Maggie Haberman –la periodista de The New York Times que mejor lo conoce porque ha escrito sobre él desde que era un empresario neoyorquino–, sin recordar sus inicios en el distrito de Queens y sus primeros pasos siguiendo las huellas de su padre.

Ayudado al principio por préstamos personales de Fred Trump, extiende el poder de la empresa familiar hasta alcanzar el éxito con la construcción de un rascacielos en la Quinta Avenida de Nueva York que inevitablemente llevará su nombre, la Trump Tower. Siempre con la idea de que su objetivo es ser millonario, pero lo realmente importante es aparentar ser millonario con el fin de codearse con el dinero viejo de Manhattan, que siempre lo ha visto como un arribista de Queens con más dinero que clase.

Trump en la inauguración de su nuevo casino en Atlantic City, New Jersey, en 1990. Getty

“Sus principales intereses eran el dinero, el dominio, el poder, el acoso y él mismo. Para él, las normas y las leyes constituían trabas innecesarias, más que frenos a su conducta”, escribe Haberman en el libro ‘El camaleón’, publicado en España por la editorial Península. Como es habitual en los ochenta, construye su imperio sobre una montaña de deuda aprovechando el principio de que cuando debes decenas o centenares de millones a un banco, el riesgo no es sólo tuyo, sino también de la entidad.

Las reglas están para romperlas. Es capaz de tener contactos con la mafia de Nueva York –en esa época es casi imposible conseguir cemento y no tener problemas con los sindicatos sin asegurarse su apoyo– y ganar también la confianza del poderoso fiscal del distrito Robert Morgenthau, cuyos objetivos en los tribunales son peces más gordos que ese empresario sin escrúpulos.

Para los juegos sucios cuenta con la ayuda inestimable del abogado Roy Cohn, que echó los dientes como asesor del senador McCarthy en los años cincuenta. Es un personaje siniestro con una capacidad innata para moverse en el corrupto sistema de poder que rige en la ciudad. Trump nunca lo olvidará. Si Cohn siguiera vivo, yo aún sería presidente, dice a sus colaboradores después de su derrota de 2020.

En su trayectoria, siempre deja claro que sólo le interesa el presente. No se preocupa por pensar a largo plazo. La nostalgia es uno de sus rasgos personales y políticos. “Trump también vive en el eterno pasado”, cuenta Haberman en su libro. “Arrastra constantemente una ristra de agravios, o de quimeras de los buenos tiempos perdidos, e intenta forzar a los demás a revivirlos con él en el presente”.

Trump no ha olvidado a aquellos que le traicionaron en su primer mandato. Al principio, era consciente de su falta de experiencia política. Por eso, presumió de que iba a nombrar “un Gobierno de los mejores”. Si eran militares retirados con prestigio en los círculos conservadores, contaban el doble. El general James Mattis en el Pentágono. El general H.R. McMaster como consejero de Seguridad Nacional. El general John Kelly como secretario de Seguridad Interior y luego jefe de su gabinete. Rex Tillerson, consejero delegado de Exxon Mobil, como secretario de Estado.

Todos acaban hartos de su forma caótica de gobernar y de su asombroso desconocimiento del funcionamiento de la Administración. En sólo unos meses, Tillerson ya está pensando en dimitir y dice ante testigos que Trump es “idiota”. Menos de un año después de su dimisión, no tiene inconveniente en señalar que tenía que contarle que algunas cosas que pretendía hacer eran ilegales o violaban un tratado internacional. Lo describe como “un hombre bastante indisciplinado, al que no le gusta leer y no le gusta leer los informes que le preparan”.

Kelly es más duro. No tiene problemas en revelar conversaciones personales. Cuenta que Trump le dijo que necesitaba tener bajo su mando a “los generales de Hitler”, militares que cumplieran sus órdenes sin rechistar por brutales que fueran. “Ciertamente, el expresidente está en la extrema derecha, es realmente un autoritario y admira a los que son dictadores, lo ha dicho. Por tanto, sí entra dentro de la definición general de lo que es un fascista”, ha dicho este mes.

Trump celebra la victoria junto a su mujer Melania y su hijo Barron el 6 de noviembre. EFE

A Trump le encantan los dictadores. Admira de ellos su capacidad para imponer su voluntad. “La prensa no soporta que diga que es una persona brillante”, ha dicho sobre Xi Jingping hace una semana en un mitin. “Gobierna a 1.400 millones de personas con un puño de hierro”. Piensa lo mismo de Vladímir Putin y Kim Jong-un. Son los tipos duros del planeta y él se encuentra en la misma categoría. Lo que más le enerva es que esos líderes no respetan a EEUU. “Él pensaba que Obama era un auténtico idiota”, ha comentado sobre Kim.

Trump no está dispuesto a que le ocurra lo mismo con los nombramientos del futuro Gobierno. Exigirá lealtad absoluta y desde luego no le importará lo que digan otros gobiernos. Ha amenazado con imponer aranceles a la importación de toda una serie de bienes. La mayoría de los economistas afirma que eso provocará un fuerte aumento de la inflación. Para él, no es una cuestión económica, sino de poder.

Al igual que en su época de empresario, Trump cree que en todas las transacciones económicas –sea entre personas, empresas o estados– hay un ganador y un perdedor, alguien que engaña y alguien que es estafado. No cree que existan las relaciones comerciales en que ambas partes salgan beneficiadas. Lleva no años sino décadas afirmando que EEUU, la economía más poderosa del mundo, es timada por todos los demás países.

La retórica incendiaria de Trump le ha acompañado en todas las campañas en que ha participado. Ahora su lenguaje se ha hecho aún más vulgar y amenazante. Ha dicho que Kamala Harris ha sido “una vicepresidenta de mierda” o que está “mentalmente desequilibrada”. Ha prometido “deportaciones masivas”. Ha anunciado que hará una purga masiva en la Administración para expulsar a todos los que no le sean leales y que encarcelará a aquellos rivales políticos que, según él, manipulen el sistema de votación para negarle la victoria.

En una encuesta reciente de The New York Times, un 41% se muestra de acuerdo con la frase ‘la gente que se ofende con los comentarios de Trump toman sus palabras demasiado en serio’. Muchos de sus votantes republicanos no creen que vaya a hacer todo lo que promete y prefieren fijarse en el descenso de impuestos que ha asegurado que pondrá en marcha. Todos esos avisos sobre el peligro que supondrá para la democracia no les interesan tanto como su bolsillo.

Ayudado por ese impulsor de la desinformación que es el dueño de Twitter, Elon Musk, las mentiras y los bulos forman parte de su dieta básica, en especial para realizar ataques xenófobos. En 2016, declaró que los inmigrantes que llegan de México son unos “violadores”. En septiembre de este año, dice que los inmigrantes haitianos roban perros y gatos para comérselos en una ciudad de Ohio. Un periodista de Fox News le pregunta después si es consciente de que eso no es cierto. Lo he leído en algún sitio, contesta, pero sigue intentándolo: “¿Y qué hay de los gansos? ¿Qué pasa con los gansos? ¿Qué ocurrió allí? Todos desaparecieron”.

Está convencido de que da igual mentir. Sus partidarios no se lo tendrán en cuenta. Juega con sus resentimientos para mostrarles que él está dispuesto a hacer lo que otros nunca harán. Su confianza en sí mismo aparece plasmada en su frase más famosa de las primarias de 2016. “Podría plantarme en mitad de la Quinta Avenida y disparar a alguien, y no perdería ningún votante, ¿de acuerdo? Es realmente increíble”, dice dos semanas antes de que empezara esa contienda.

Ocho años después, la frase no ha perdido valor y vuelve a estar en la mente de cualquier observador de Estados Unidos. No ha importado cuántas veces ha despreciado elementos básicos del funcionamiento de la política norteamericana. No han sido relevante en las urnas los insultos procaces a sus rivales ni su desprecio a los medios de comunicación, incluidos en ocasiones algunos que le apoyaban. Tampoco ha importado que sus conocimientos económicos sean limitados o provoquen el pasmo de muchos economistas. Trump ha vuelto a ser el paladín de la derecha más reaccionaria sin perder apoyo entre los votantes republicanos tradicionales.

Al mundo entero le esperan cuatro años más de un hombre resentido en la presidencia de EEUU que cree que las instituciones deben estar a su servicio exclusivo. Esta vez, en su último mandato como presidente, no permitirá que nadie vuelva a engañarle. EEUU volverá a tener un rey casi 250 años después de haber renegado del monarca Jorge III y expulsado a los británicos del país.

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Fuego y furia: la guerra perpetua de Netanyahu

Sólo dos meses después del comienzo de la invasión israelí de Líbano en 1982, el sitio de Beirut cobró su cariz más violento contra la población civil. Durante catorce horas consecutivas, los bombardeos de la zona oeste habían sido continuos. Ronald Reagan, tan buen aliado de Israel como los presidentes anteriores y posteriores de Estados Unidos, pensó que toda esa violencia sólo conseguía hacer más difícil una salida diplomática con la que poner fin a la guerra y complacer el deseo israelí de que la OLP abandonara la capital libanesa. Llamó al primer ministro israelí, Menahem Begin, y le advirtió de que acabara con la matanza. Resumió la conversación en una entrada de su diario el 12 de agosto de 1982.

“Yo estaba furioso. Le dije que tenía que parar o toda nuestra relación futura estaría en peligro. Utilicé la palabra ‘holocausto’ de forma deliberada y dije que el símbolo de su guerra era la imagen de un niño de siete años sin brazos por una explosión. Me dijo que había ordenado que se detuvieran los bombardeos. Yo pregunté por el fuego de artillería. Afirmaba que la OLP había comenzado todo y que las fuerzas israelíes habían sufrido bajas. Final de la llamada. Veinte minutos. Luego, llamó para decirme que había ordenado poner fin al bombardeo y se comprometía a que continuáramos con nuestra amistad”.

Nada que ver con la postura de Joe Biden en el año transcurrido desde el ataque de Hamás al territorio israelí el 7 de octubre de 2023. La mediación de EEUU en favor de un alto el fuego en Gaza, como ahora tras el inicio de la invasión de Líbano, ha sido un fracaso completo a causa de la intransigencia del primer ministro, Binyamín Netanyahu. Eso no ha impedido que Washington haya continuado enviando a Israel el armamento y munición necesarios para destruir Gaza. Biden no se ha atrevido a comportarse como Reagan.

“Básicamente, hemos tenido doce meses en que la Administración (de Biden) ha pedido una cosa e Israel ha hecho otra en Gaza”, dijo Richard Haass, que fue alto cargo en el Gobierno de George Bush. “En los últimos días (a cuenta de Líbano), la situación ha sido que Israel actúa de forma unilateral sin coordinarse previamente con nosotros. Una vez más, la Administración parece estar desconectada al pedir un alto el fuego cuando los israelíes no tienen ningún interés en un alto el fuego”.

La pasividad norteamericana pone de evidencia la caída de su prestigio e influencia en Oriente Medio. No se limita sólo a la falta de personalidad de Biden, aunque esto último no carece de relevancia. Nicholas Kristof, columnista de The New York Times, describió la actitud del presidente en estos términos: “Prefería que no hicieras una ofensiva por tierra en Líbano, pero si decides ignorarme, adelante y no te preocupes por mí”.

Netanyahu no oculta algo que por lo demás resultaba evidente y que va contra las prioridades norteamericanas, como la solución de dos estados: el líder del Likud pretende que la construcción de un Estado palestino quede imposibilitada para siempre. Además, ha apostado por la eliminación física de los grandes enemigos de Israel, incluido el régimen iraní. La apuesta estratégica es por una guerra perpetua que neutralice además a sus rivales internos, que exigen su dimisión desde que el primer ministro fue procesado por corrupción.

La operación con la que se eliminó al líder de Hizbulá, Hassan Nasrallah, llevó el nombre de “Nuevo Orden”. El Ejército israelí suele afirmar que estas denominaciones se obtienen de forma aleatoria con un número reducido de combinaciones. Sin embargo, el término empleado en esta ocasión refleja las intenciones del Gobierno.

En un discurso posterior al ataque realizado con ochenta misiles y bombas, Netanyahu afirmó que acabar con Nasrallah era esencial para la vuelta de los 60.000 israelíes que tuvieron que evacuar el norte del país y también para “cambiar el equilibrio del poder en la región durante años”.

El discurso de Netanyahu se repite fuera de su partido. El ex primer ministro Naftalí Bennett también está convencido de que Israel debe seguir el camino de la guerra hasta el final. “Israel tiene ahora la mayor oportunidad de los últimos 50 años para cambiar el rostro de Oriente Medio. El liderazgo de Irán, que solía ser bueno jugando al ajedrez, ha cometido un error terrible esta noche (por el ataque iraní con misiles a objetivos militares israelíes). Debemos actuar ahora para destruir el programa nuclear iraní y su infraestructura energética”.

Declarar la guerra a Irán es lo que Bennett llama en una entrevista en CNN “un regalo al pueblo iraní” sin importarle el coste que pueda tener en vidas. Es ahora o nunca, dice.

El caos y el peligro de una guerra total en la región del que hablan los medios de comunicación de todo el mundo es por tanto una oportunidad que la derecha y la ultraderecha israelíes no quieren desaprovechar. A fin de cuentas, con la excepción del proceso de Oslo, no hay problema para todos los gobiernos israelíes que no se pueda solucionar con el uso de la fuerza.

No es la primera vez que Netanyahu anuncia el comienzo de una nueva era en la que los israelíes podrán ignorar los derechos de los palestinos y controlar para siempre Gaza y Cisjordania después de derrotar a sus enemigos exteriores. En 2002, presionó a los congresistas norteamericanos para que apoyaran la invasión de Irak. El derrocamiento de Sadam Hussein tendría ramificaciones por toda la región, afirmó en Washington, y contribuiría también al final de la República Islámica de Irán.

En 2018, aseguró a la Administración de Donald Trump que cancelar el acuerdo nuclear con Irán, que había sido un instrumento efectivo para cortar de raíz cualquier posibilidad de que Irán pudiera fabricar armas nucleares, haría que ese régimen se viniera abajo.

Israel cuenta con un largo historial de errores estratégicos de ese tipo. Invadió Líbano en 1978 y 1982 para expulsar del país a la OLP y terminó propiciando el nacimiento de Hizbulá. Decidió que Hamás era un enemigo más beneficioso para sus intereses en Palestina que la OLP. Boicoteó a Arafat y la Autoridad Palestina, lo que también fortaleció a Hamás.

Antes del 7 de octubre, Netanyahu dejó claro a los israelíes que Hamás había dejado de ser una amenaza gracias a las sucesivas operaciones militares israelíes a lo largo de años. No tendrían que aceptar concesiones que hicieran imposible el ideal de Eretz Israel, que significa el control judío desde el río Jordán hasta el mar Mediterráneo para la derecha israelí.

El asalto del 7 de octubre supuso un shock en la sociedad israelí, que pensaba que una derrota de esas características era impensable. La insólita negligencia del Ejército y de los servicios de inteligencia les parecía inconcebible, muy similar a la situación anterior a la guerra de Yom Kippur en 1973. Netanyahu había permitido la entrega de decenas de millones anuales procedentes de Qatar para que Hamás financiara el Gobierno de Gaza. El uso de avanzados medios tecnológicos garantizaba que la frontera estuviera impermeabilizada ante cualquier amenaza de agresión.

La ficción se vino abajo en cuestión de horas al precio de la muerte de 1.200 militares y civiles israelíes. La venganza fue terrible. En medio de declaraciones de intención genocida por las que todos los habitantes de Gaza eran responsables de las acciones de Hamás, los militares ejecutaron una operación de castigo contra toda la población. La infraestructura civil fue uno de los objetivos. Todos los hospitales fueron destruidos o dañados hasta impedir que pudieran funcionar.

Los muertos se cuentan por decenas de miles. 41.689 hasta el viernes, con más de 15.000 niños y adolescentes entre ellos. La cifra real es probablemente mayor, porque hay miles de cadáveres enterrados bajo los escombros. Es el 2% de la población de Gaza, como si en España hubieran muerto más de 900.000 personas. El número de heridos es de 96.625. Todo el norte de Gaza se ha convertido en una zona prácticamente inhabitable.

La deshumanización de los palestinos es completa para la mayoría de la sociedad israelí. Casi todos sus medios de comunicación, en especial las televisiones, ignoran los hechos más básicos de la terrible matanza. Los soldados se graban en vídeos que suben a TikTok para celebrar con risas la destrucción de Gaza. Pocas veces un Ejército ha documentado tan gráficamente sus propios crímenes de guerra.

Fuentes militares contaron el 27 de septiembre a la televisión pública y a Haaretz que la estructura militar de Hamás en Gaza ha sido derrotada y que la organización sólo opera como un grupo insurgente. Pero al Gobierno no le conviene afirmar en público que Hamás está ya eliminada como fuerza combatiente, porque le obligaría a presentar cuál es su plan para el futuro.

Ante la demanda de un grupo de derechos humanos ante el Tribunal Supremo para obligar al Ejército a que asuma su responsabilidad en el reparto de ayuda humanitaria, el Gobierno respondió que “Hamás aún conserva la capacidad de ejercer la autoridad gubernamental en Gaza”, una descripción que está muy lejos de la realidad.

Un grupo de militares retirados dirigidos por el general Giora Eiland, que presidió el Consejo de Seguridad Nacional en la época de Ariel Sharon, ha puesto sobre la mesa un plan para separar Gaza en dos, expulsar por la fuerza a toda la población de la zona norte y exterminar allí cualquier vestigio de Hamás. Todos aquellos que permanezcan serán considerados terroristas. Eiland escribió un artículo en noviembre de 2023 en el que defendió que Gaza es como la Alemania nazi y que “las mujeres de Gaza son las madres, hermanas y esposas de los asesinos de Hamás”.

Los ministros ultraderechistas Itamar Ben Gvir y Bezalel Smotrich han apoyado su plan en público. 300.000 personas continúan viviendo en las ruinas de Ciudad de Gaza, convencidos de que nunca les dejarán regresar si se van al sur.

La apuesta por la eliminación completa de Hamás pasa por olvidar todo lo ocurrido desde hace décadas. El grupo islamista no es sólo una fuerza militar, sino también una ideología, y no puedes matar una ideología con tanques y aviones, dijo Ami Ayalon en octubre de 2023 a El País: “Para derrotar una ideología hay que contraponer ideas más fuertes. Si no ofrecemos un futuro mejor a los palestinos, un horizonte político que incluya el fin de la ocupación militar israelí, con un Estado palestino, nunca venceremos a Hamás. En cinco o diez años, se habrá rearmado otra vez”.

Es lo mismo que ha dicho el principal portavoz del Ejército, el vicealmirante Daniel Hagari, que admitió en junio que no es posible eliminar a Hamás como ideología o movimiento político: “La idea de que es posible destruir a Hamás, hacer que Hamás desaparezca, eso es engañar a la gente”. Y es precisamente lo que ha hecho el Gobierno de Netanyahu desde el comienzo de esta guerra.

En los primeros días posteriores a la ofensiva israelí contra Gaza, altos cargos norteamericanos eran muy conscientes del riesgo de una catástrofe y de la posibilidad de que Israel cometiera crímenes de guerra, según una serie de emails de los que informó Reuters este viernes.

El 11 de octubre, Bill Russo, responsable de la oficina de Diplomacia Pública del Departamento de Estado, dio la voz de alarma. “La falta de respuesta de EEUU sobre las condiciones humanitarias de los palestinos no sólo es ineficaz y contraproducente, sino que también estamos siendo acusados de ser cómplices de crímenes de guerra potenciales al permanecer en silencio ante las acciones de Israel contra civiles”, escribió Russo en uno de esos mensajes.

Ese mismo día, las autoridades sanitarias de Gaza informaron de la muerte de 1.200 personas en los bombardeos israelíes de Gaza.

Dos días después, aviones israelíes lanzaron panfletos sobre el norte de Gaza comunicando a un millón de personas que tenían 24 horas para abandonar la zona.

El Comité Internacional de la Cruz Roja, que raramente realiza denuncias públicas de la actuación de los gobiernos en una guerra, afirmó que la orden era “incompatible con el Derecho Internacional Humanitario”. Era imposible que un número tan elevado de personas pudiera desplazarse en tan poco tiempo y que se tomaran medidas para prestarles ayuda, según reconoció uno de los altos cargos en los emails que describían la inminente crisis.

“No hay forma de organizar este nivel de desplazamientos sin crear una catástrofe humanitaria”, escribió Paula Tufro, responsable en la Casa Blanca sobre respuesta humanitaria en conflictos. Se necesitarían meses para crear la infraestructura para ayudar a toda la gente que huyera, dijo.

Los emails prueban que desde el primer momento la Casa Blanca sabía lo que podía ocurrir. Que fue exactamente lo que terminó ocurriendo. En los días en que se produjeron esas comunicaciones, Israel pidió a EEUU de forma urgente el envío de 20.000 fusiles de asalto para la Policía israelí. Washington podía haber utilizado peticiones de ese tipo para presionar al Gobierno de Netanyahu. No lo hizo. Los fusiles se enviaron, a pesar de la oposición de la unidad del Departamento de Estado que da su opinión sobre la exportación de armas a países donde existe el riesgo de violación de derechos humanos.

La ayuda armamentística de EEUU a Israel en el último año ha incluido 10.000 bombas de alta potencia y 900 kilos cada una, además de miles de misiles Hellfire.

La destrucción de Gaza habría sido imposible sin esa colaboración militar, al igual que sin el apoyo de Alemania y otros países europeos a lo que se define en los comunicados gubernamentales como “el derecho de Israel a defenderse”.

Josep Borrell, a punto de abandonar su puesto de alto representante de Política Exterior de la UE, resumió esta semana la complicidad europea y norteamericana en estos términos: “Bajo las ruinas de Gaza están enterradas no solo decenas de miles de muertos. También está enterrado el Derecho Internacional Humanitario, porque ha sido el vivo ejemplo de la falta de cumplimiento de unas obligaciones que proclamamos, pero que no se cumplen y tampoco tenemos la fuerza de hacerlas cumplir”.

Mientras tanto, ahora le ha llegado el turno a Líbano. La retórica genocida se repite de nuevo. “No hay diferencias entre Líbano e Hizbolá. Líbano será aniquilada”, dijo Yoav Kisch, ministro de Educación, en una entrevista. El periodista le comentó si era consciente de las connotaciones del término. Kisch, del partido de Netanyahu, aceptó precisar sus palabras para afirmar que “el Líbano que conocemos dejará de existir”.

Netanyahu tiene la guerra que quería y EEUU y Europa se niegan a asumir su responsabilidad.

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Los iraníes sorprenden al dar la victoria en las urnas al reformista Pezeshkian

No hay muchas buenas noticias que llegan de Oriente Medio en los últimos años y tampoco son muchas las que sorprenden. En esta última categoría hay que incluir la victoria del reformista Masoud Pezeshkian, de 69 años, en las elecciones presidenciales de Irán. Su misma presencia en la lista de candidatos permitidos por el régimen parecía un error del sistema. Su perfil no muy conocido, a pesar de ser diputado y de haber sido ministro de Sanidad tiempo atrás hasta 2005, hacía pensar que estaba ahí sólo para cumplir el expediente.

Nadie sabía por qué había recibido el visto bueno oficial para ser candidato. Otros reformistas más conocidos, y por tanto con más posibilidades en las urnas, habían sido vetados. La única explicación posible es que fuera un truco de los conservadores para aumentar la participación electoral, que el propio líder del país, el ayatolá Jamenéi, ha considerado siempre un factor esencial para reforzar la legitimidad del régimen.

La primera vuelta confirmó los temores de Jamenéi. La participación estuvo en torno al 40%, similar a las últimas elecciones legislativas, a pesar de que los medios oficiales dictaminaban que votar era un deber para cualquier ciudadanos. El desencanto en el campo reformista estaba muy extendido como para crear una marea ciudadana en favor de algún candidato. Jóvenes y mujeres en las zonas urbanas no iban a permitir que les crearan otra vez falsas esperanzas.

La presencia de Pezeshkian entre los dos candidatos que se enfrentarían en la segunda vuelta ya fue una sorpresa. Obtuvo el 42% de los votos, cuatro puntos más que Saeed Jalili, que era el más reaccionario de los tres candidatos conservadores. Pezeshkian tuvo 10,4 millones de votos. Jalili, un millón menos. El tercer clasificado, Mohammad Baqer Ghalibaf, presidente del Parlamento y exalcalde de Teherán, recibió 3,3 millones. Si los votantes conservadores sumaban sus votos en favor de Jalili, el resultado estaba cantado.

Pezeshkian ya había sorprendido en los debates televisados antes de la primera votación haciendo críticas muy certeras a las políticas que los conservadores han impuesto en los últimos años. Sin cuestionar principios que están establecidos por Jamenéi por encima de los gobiernos, reclamó que Irán negocie con Occidente para levantar las sanciones económicas y que busque un acuerdo que inevitablemente supondría cesiones sobre el programa nuclear. Insistió en que es imposible mejorar la situación económica sin tener en cuenta la política exterior del país.

El reformista afirmó que el Gobierno debería levantar las restricciones sobre asuntos morales, una referencia a la imposición del velo y la vestimenta tradicional a las mujeres. Si bien el acoso a las mujeres se redujo durante el periodo preelectoral, había vuelto a intensificarse en los meses anteriores. Fue lo bastante hábil como para utilizar los argumentos religiosos para oponerse al maltrato de las mujeres que se niegan a aceptar las prohibiciones de la jerarquía religiosa. Dijo que no hay textos islámicos con los que se pueda justificar la obligación de cubrirse la cabeza.

Pezeshkian elogió el acuerdo nuclear con Europa y EEUU de 2015 conseguido en la presidencia del moderado Rouhaní y que los conservadores siempre han rechazado. El que fue ministro de Exteriores en esos años, Mohammad Javad Zarif, ha sido el político que más ha apoyado en público a Pezeshkian.

En la segunda vuelta, celebrada el viernes, Pezeshkian volvió a superar los pronósticos con 16,3 millones de votos, frente a los 13,5 millones de Jalili. La participación se acercó al 50%, con lo que hay que suponer que muchos iraníes que no votaron en la primera vuelta lo hicieron el viernes ante la posibilidad real de derrotar a un conservador como Jalili al que desprecian.

El régimen obtuvo al final la participación que buscaba al precio de ver derrotados a sus candidatos en el relevo del presidente Raisi, muerto en un accidente de helicóptero en mayo que terminó por alterar el dominio completo de la política iraní por los conservadores.

A corto plazo, la elección de Pezeshkian no tendrá consecuencias reales en la política exterior. Tanto las relaciones internacionales como la defensa están en manos de Jamenéi. Será interesante ver si el vencedor utilizará la pésima situación económica y el empobrecimiento de la clase media como factores en su favor para convencer al régimen de que necesita volver a las negociaciones sobre el programa nuclear.

Como en tantos otros asuntos, todo dependerá de si EEUU devuelve a Donald Trump a la Casa Blanca en noviembre. Trump fue el que acabó con el acuerdo nuclear de 2015 que tenía como objetivo aceptar un programa nuclear civil y la suspensión del enriquecimiento de uranio por encima de niveles susceptibles de utilizarse con fines militares.

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¿Es la campaña electoral de Rishi Sunak la peor de la historia en Reino Unido?

Rishi Sunak convocó elecciones anticipadas en Reino Unido para perderlas. Es algo que todo el mundo sabía y que sólo sorprendió a aquellos en su partido que pensaban que era mejor esperar a la conclusión de la legislatura en unos meses, por más que no hubiera dudas sobre el resultado. Con veinte puntos por detrás de los laboristas en la mayoría de las encuestas, no podían esperar otra cosa.

Nada de lo que hiciera podía cambiar eso, aunque ningún político acepta la derrota antes del día de las elecciones. Siempre puede reducir los daños, hacer que la victoria del rival sea menor de lo que se esperaba y con ello aspirar a que su partido vuelva al poder cuanto antes.

Sunak ha conseguido empeorar su situación con una serie de imágenes entre absurdas e innecesarias que sólo podían perjudicarle. Y una campaña se compone de imágenes. Por eso, los partidos les dan tanta importancia. Lo que es mucho peor es tomar una decisión que refleje el tipo de persona que eres y hacerlo en términos no muy positivos. El primer ministro conservador lo consiguió este mes con una que sólo se puede definir como estúpida. O totalmente insólita teniendo en cuenta la opinión previsible de sus votantes.

Sunak abandonó las celebraciones del 80º aniversario del Día D cuando aún debía tener lugar el momento en que se juntaban los líderes de las potencias aliadas. Los protagonistas de los actos eran los veteranos que aún sobreviven de ese día de 1945. Pero las imágenes de los presidentes y primeros ministros son las que dominan en los medios. Las ausencias se notan mucho.

No cogió un helicóptero para largarse a toda rapidez por alguna emergencia. Fue por una entrevista concertada con una televisión que ni siquiera se iba a emitir en directo. Su agenda de campaña resultaba más importante que la conmemoración de uno de los momentos icónicos de la Segunda Guerra Mundial, en especial para los británicos.

Días después, inevitablemente apareció el vídeo en el que Sunak se disculpa ante el periodista de ITV por haber llegado tarde. «Se pasaron de tiempo», dijo sobre los actos. Por más que fuera cierto, ni era sorprendente ni era una excusa.

Las viñetas en la prensa fueron atroces para Sunak.

En esa misma entrevista, le preguntaron sobre su infancia. Sunak es millonario, el primer ministro británico con más dinero de las últimas décadas, sobre todo por la fortuna de su mujer, hija de uno de los empresarios más ricos de India. Quiso comentar que también había pasado por privaciones y dijo que en su hogar no tenían Sky TV, la televisión de pago que entre otras cosas emite los partidos de la Premier. Las risas en Twitter fueron generalizadas ante tan dramática muestra de pobreza.

Si hablamos de imágenes, la de la ausencia en el aniversario del día D era la peor, pero había más. En un acto electoral, una mujer le reprochó el estado de la sanidad pública. Uno de los asistentes respondió con una frase tan falsa como desafortunada: «Cariño, la mayoría de los médicos pasa más tiempo de vacaciones que en la consulta».

Y a Sunak no se le ocurrió otra cosa que reírse. Cuando el estado de la sanidad figura de forma constante en las críticas de la gestión de los gobiernos conservadores desde 2010.

Entre las innovaciones que han ofrecido las primeras semanas de campaña de Sunak, está dar un discurso de espaldas a las cámaras que iban a ofrecer la señal en directo. O ponerse a manejar un balón demostrando su poca soltura.

Todos los políticos en campaña quieren que alguna de sus promesas domine la agenda política y obligue a todos, rivales y medios de comunicación, a centrarse en esa iniciativa. Lo consiguió inicialmente con su propuesta de poner en marcha un «Servicio Nacional» militar y civil para los jóvenes que no estaba muy claro si era obligatorio o voluntario pero con algunas medidas para presionar a los que no estuvieran dispuestos a unirse.

Si ya los tories no son muy populares entre los votantes jóvenes a causa del Brexit, esta idea no iba a funcionar muy bien. Ni siquiera los militares están a favor, como dejó claro un exministro conservador de Defensa, porque en un Ejército profesional nadie quiere reclutas que prefieran estar en cualquier sitio menos en un cuartel.

A veces, explicar este tipo de iniciativas es peor que no concretar. Un ministro tory dijo que era una medida para combatir «la fragmentación de la sociedad», porque los jóvenes estaban encerrados en sus «burbujas» (ya se sabe, los teléfonos móviles, como si fueran los únicos que los utilizan) y debían salir de ellas y entrar en contacto con otras personas.

No es extraño que los tories no tardaran mucho tiempo en olvidarse de su última idea genial.

Un ángulo más divertido a cuenta de la propuesta de Sunak es que en realidad es bastante vieja. Sólo hay que ver esta escena de la serie ‘Yes, Prime Minister’, de la segunda mitad de la década de los ochenta, que confirma además lo fácil que es manipular a la gente con las preguntas de las encuestas.

Aun más gracioso es descubrir que la empresa de encuestas Ipsos utilizó esas preguntas de la escena de la serie en un sondeo realizado en el mundo real. Lo clavaron. Los porcentajes confirmaron exactamente lo que inicialmente sólo era un ejemplo de humor británico.

Es cierto que Sunak se enfrentaba a una misión imposible. El breve Gobierno de Liz Truss dinamitó la reputación económica de los tories para mucho tiempo hasta niveles difíciles de imaginar. Después de ganar las primarias conservadoras con una gran ventaja sobre Sunak, los planes económicos radicales de Truss hundieron la credibilidad financiera del Reino Unido y pusieron en peligro los planes de pensiones y el valor de la libra.

Sunak fue elegido después casi por eliminación. Su credibilidad entre los votantes conservadores ya estaba muy mermada por las subidas de impuestos decretadas en su etapa de ministro de Hacienda. Su intento por promover el envío forzado a Ruanda a los solicitantes de asilo, una medida condenada al fracaso por las evidentes dudas sobre su legalidad, fue un intento cínico por atraerse al sector más xenófobo del partido.

Sus propios mensajes han contribuido a hacerle caer aún más en los sondeos. «No deberíamos depender de los alimentos extranjeros», dijo esta semana en Twitter. Gran Bretaña es un país importador neto de alimentos. La agricultura nunca ha tenido allí el papel con el que cuenta en países como Francia, España o Italia. Todos los consumidores saben que el desabastecimiento sufrido con muchos productos se debe al Brexit y a las regulaciones posteriores. Por ahí, no va a engañar a nadie. Sobre todo, si además pide a la gente que compre productos británicos, como si la culpa fuera suya.

Perplejos por la situación en la que están, los tories han difundido un vídeo para atacar la política inmigratoria de los laboristas, a la que achacan poner una alfombra roja a los solicitantes de asilo que llegan a las costas británicas. Ha sido con su Gobierno con el que el número de extranjeros que han llegado por mar ha alcanzado récords históricos. Ese es un dato irrefutable que aparece también en la prensa conservadora.

Se trata de una manipulación evidente de la realidad. El aumento de extranjeros no se debe a esas llegadas por mar, sino a otras razones, incluida la inmigración legal.

El desenlace era el previsible y no hubiera cambiado si las elecciones se hubieran celebrado dentro de unos meses cuando tocaba. «La gente no es consciente de lo mal que están las cosas», dijo una fuente del partido conservador a The News Statesman. «Es como un partido zombi en estos momentos. De las tres cosas que necesita un partido –dinero, voluntarios y gente sobre el terreno–, ahora mismo no tenemos ninguna de ellas».

En una de esas escenas que se montan para la televisión o las redes sociales, Sunak se fue al campo y no se le ocurrió otra cosa que dar comida a unas ovejas. Los animales se alejaron de él a la carrera. Es lo que van a hacer los votantes, dispuestos a propinar a los tories la derrota más catastrófica al menos desde 1931. Se la han ganado a pulso.

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‘Civil War’ nos recuerda el precio que pagarás si tu país se hunde en la locura

Alex Garland tiene algo que decir al pueblo de Estados Unidos. ¿Quieren saber cuál es el precio de la polarización cuando llega al nivel más extremo que es la guerra civil? ¿Cuando el presidente viola la Constitución y otros centros de poder del país deciden acabar con él por la fuerza y nadie consigue imponerse al principio de la crisis? ‘Civil War’ es la respuesta. No esperen que los periodistas les ayuden a entender qué es lo que está pasando. Ellos están tan confundidos y hastiados como ustedes. Lo que es seguro es que cogerán un coche y partirán hacia el lugar donde nadie en su sano juicio debería estar.

Uno de los requisitos habituales en los thrillers políticos es ofrecer al espectador una serie de hechos con los que explicar ese universo alternativo donde ocurren acontecimientos casi inimaginables. En ‘Siete días de mayo’ (1964), el presidente de EEUU pretende firmar un tratado de desarme con la Unión Soviética que cuenta con el rechazo de la oposición y de la cúpula militar. El presidente de la Junta de Jefes de Estado Mayor decide responder con un intento de golpe de Estado.

En ‘Syriana’ (2005), el hijo del emir de un país del Golfo Pérsico aspira a modernizar su país, abandonar su relación de dependencia con EEUU y utilizar el dinero del petróleo en favor de sus ciudadanos, no de las empresas de armamento. La CIA se ocupará de que no tenga éxito.

En ambos casos, las películas ofrecen elementos de ficción que son plausibles. ‘Civil War’ hurta al espectador elementos de la trama que ayudarían a entenderla. Cómo empezó todo. Cuál fue la decisión del presidente que desencadenó la guerra. Qué se pudo hacer para evitarla. Es uno de los grandes aciertos de Garland. Lo que ofrece es el paisaje desolador de una guerra civil en la que los motivos del conflicto han dejado de tener sentido.

Lo único que se impone sobre todos es la destrucción, la aniquilación de una sociedad democrática. Los combatientes han dejado de preguntarse por qué luchan. Sólo cumplen órdenes. Lo único que les importa es sobrevivir. Y lo que puede impedirlo es simplemente otro hombre armado escondido en una casa cercana que aspira a matarle.

Una de las mejores frases de la película está incluida en el tráiler. Los creadores saben que simboliza mucho de lo quieren contar. La mayoría de los críticos lo ha entendido así y por eso la incluye en sus artículos. «¿Qué clase de americano eres tú?», pregunta a los asustados reporteros un soldado armado con unas ridículas gafas de sol de color rojo. Sería un grave error tomártelo a broma, uno de esos con los que puedes perder la vida. Es alguien a quien no le importa matar. Ha pasado el umbral en que eso le causa algún problema.

Las guerras están llenas de personajes de ese tipo. Buscar en ellos una respuesta ideológica es una pérdida de tiempo, excepto en el plano más básico, por ejemplo en el odio a los extranjeros. Años atrás en la vida civil, podían ser personajes mediocres o irrelevantes. Ahora tienen un arma. Ese es todo el poder que necesitan.

Sin embargo, esa frase sirve para situar al espectador norteamericano en el punto exacto. Es ahí donde debe fijarse, no en el hecho de que sean los estados de California y Texas, uno progresista y el otro conservador, los que se rebelan contra el presidente, lo que ha provocado alguna perplejidad entre los críticos.

La clave no es cómo has llegado hasta ahí, sino lo que ocurre a partir de ese momento.

Lo que tendrás será una situación no muy diferente a la que ves por televisión cuando te informan sobre guerras civiles en África y Oriente Medio. Esos lugares que te parecen tan lejanos, tan primitivos. Tu país, paradigma del progreso y de la democracia, no será tan diferente como crees. Esas son las consecuencias que sufrirás si dejas que tu sociedad se deslice por la pendiente.

Los protagonistas de la película son los periodistas, una profesión que no está precisamente en la lista de las más valoradas en las encuestas que se hacen en los países occidentales (de hecho, nunca lo ha estado). Garland, nacido en Londres en 1970, no ha ocultado que los ha presentado como «los héroes». Es interesante saber que no lo son porque tengan las respuestas a todo lo que está sucediendo. No son tertulianos que sepan lo que va a pasar. De hecho, están tan perplejos como esos ciudadanos que viven en las zonas que no se han visto afectadas por la guerra y que viven en una especie de oasis a espaldas de todo el horror.

La diferencia es que los periodistas no pueden echarse atrás. Deben seguir hacia adelante, aunque sea por esa idea loca de conseguir una entrevista con el fanático que ocupa la Casa Blanca.

«Decir que odias a los periodistas es como decir que odias a los médicos. Necesitas a los médicos. No es una cuestión de si te gustan o no los periodistas. Los necesitas, porque son la forma de controlar a los gobiernos», ha dicho Garland. O al menos de intentarlo. Y pagarán un precio por ello, mucho más en una guerra, como hemos visto en Gaza.

Joel (Wagner Moura) es el reportero para quien no hay nada mejor que soltar adrenalina por todos los poros. Ningún momento es malo si permite sentirte vivo. Jessie (Cailee Spaeny) es la joven novata a la que la falta de experiencia no anula su determinación por acercarse al nivel de los profesionales a los que admira. Lee (Kirsten Dunst) es la brújula moral del grupo, la que no olvida que su función es la de ser testigo, no protagonista, a pesar de que es consciente de que al final pocos les prestarán atención.

Es una aspiración modesta, aun más en tiempos turbulentos, y también realista. Siempre existe el riesgo de sobrevalorar el trabajo de los periodistas. Por eso, ‘Civil War, es una película pesimista. No importa cuántas veces avisen de lo que está por venir. Pocos escucharán.

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Hambruna en Gaza: un informe de ICG sobre la situación

El Gobierno norteamericano sabe que se está produciendo una hambruna en Gaza ante la falta de alimentos. Samantha Power, máxima responsable de USAID, lo confirmó en un encuentro con un congresista demócrata. No está llegando comida suficiente al sur de Gaza y la situación es peor en el norte, de donde han llegado imágenes de niños fallecidos por una desnutrición aguda.

Un informe de la organización independiente International Crisis Group (ICG) explica que el norte puede estar afrontando la peor hambruna de las últimas décadas en comparación con el tamaño de la población. Los números de muertes confirmadas pueden no ser aún muy altos, pero repiten el proceso ocurrido en otras zonas del mundo. Los primeros que caen son los niños, los ancianos y los enfermos crónicos, antes de que el problema se extienda al resto de la población:

«El sistema israelí de distribución de ayuda, especialmente en el norte, está siendo un fiasco. No se ha coordinado la acción militar con la humanitaria, poniendo en peligro al personal de ayuda y a los que reciben la ayuda e impidiendo el paso a los convoyes con frecuencia. Ha atacado a la policía, alegando sus relaciones con Hamás, y la ha obligado a retirarse, lo que hace que los cargamentos puedan ser saqueados, sea por los que pretenden lucrarse con su venta o los que están desesperados por el hambre».

El informe dice que Israel ha encargado la gestión de la ayuda humanitaria a «grandes familias de Gaza». Se refiere a los clanes familiares más importantes del norte de la franja, cuya relación con Hamás es escasa o inexistente. Es un hecho que ha aparecido confirmado en la prensa israelí, aunque también se ha apuntado que la solución sólo ha funcionado en contadas ocasiones. Además, se sabe que combatientes de Hamás han atacado a miembros de esos clanes por aceptar las condiciones de los israelíes.

Esa situación de caos con un Ejército intentando favorecer a unos grupos sobre otros, confiando en que su enemigo pierda el control de la situación, recuerda a lo que ocurrió en Mogadiscio, capital de Somalia, a principios de los noventa, según una fuente norteamericana citada en el informe.

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Disparar a matar: la guerra total de Israel contra los civiles de Gaza

Las imágenes muestran a cuatro jóvenes andando por una explanada de tierra rodeada de casas destruidas por los bombardeos israelíes en Jan Yunis, en el sur de Gaza. No corren ni llevan armas. Según testimonios locales, se dirigen a sus hogares para comprobar si siguen en pie, una vez que las fuerzas israelíes parecen haberse retirado de la zona.

Un dron israelí los descubre desde el aire y se lanza sobre ellos. El primer misil mata a dos. El operador del dron ve que un tercero se aleja andando sin mirar atrás y vuelve a disparar. El cuarto no ha llegado tan lejos. Trastabilla y cae al suelo. Es eliminado con un tercer misil.

Las víctimas no representaban ninguna amenaza ni hacían ningún intento por esconderse. Sencillamente, se encontraban en una zona en la que cualquier civil palestino estaba destinado a morir. Sólo por andar por la calle.

“Nuestros jefes, si identificábamos a alguien en nuestra zona de operaciones que no era parte de nuestras fuerzas, nos pedían que disparáramos a matar”, dijo un soldado de forma anónima al diario israelí Haaretz después de esas muertes. “Nos dijeron de forma explícita que incluso si un sospechoso entraba en un edificio en el que había gente, deberíamos disparar al edificio y matarlo, aunque otras personas resultaran heridas”.

Esta es una de las maneras en que los militares israelíes matan a civiles en Gaza en esta guerra. Las víctimas no tienen que llevar armas. No tienen que salir de un túnel o de un edificio para dirigirse a un lugar donde están los soldados. No tienen que ser identificados de alguna manera como combatientes del grupo palestino Hamás. Sólo tienen que deambular por un sitio en el que hay órdenes de disparar a matar a todo el que se acerque.

Desde el inicio de la guerra, Israel ha matado a 32.916 palestinos, según las últimas cifras del Ministerio de Sanidad de Gaza. Las autoridades israelíes afirman que han eliminado a miles de miembros de Hamás. Han llegado a dar la cifra de 9.000, aunque se trata de una especulación porque les resulta imposible saber a cuántos han matado.

La primera versión del Ejército sobre ese hecho consistió en afirmar que “un terrorista que había disparado un cohete” contra territorio israelí fue localizado y eliminado desde el aire. Si la cadena de televisión qatarí Al Jazeera no hubiera emitido las imágenes el 21 de marzo, la historia, ocurrida en febrero, podría haber terminado ahí como uno más de los muchos anuncios con los que los militares confirman que están llevando a cabo la misión que les encomendó su Gobierno.

Ya en marzo, un alto mando militar admitió a Haaretz que se trataba de “un incidente muy grave”, porque las víctimas no llevaban armas ni suponían una amenaza.

El caso de Jan Yunis confirmó lo que se había denunciado en otras ocasiones. Israel crea constantemente “zonas para matar” (“kill zones” en inglés) en las que sus tropas disparan a todo lo que se mueve. Cualquier persona o grupo que entra en esa zona se considera una amenaza de forma automática. Será asesinado –asesinato es el término adecuado cuando hay razones para creer que se trata de un civil– por los soldados más cercanos o por un dron manejado a distancia. No se trata de un error o un accidente, sino de un patrón de conducta.

“En la práctica, un terrorista es cualquiera que las IDF (siglas de las Fuerzas de Defensa de Israel) han matado en las zonas donde operan sus fuerzas”, dijo un oficial a Haaretz en el artículo en que se explica esta política. La sentencia de muerte, por llamarla de alguna manera, se aplica por estar situado en un lugar concreto. No es la confusión inherente al campo de batalla en una guerra, que en inglés se denomina “the fog of war”. Se trata de una táctica elegida y ejecutada con toda frialdad.

Todo Ejército opera con unas normas de combate con las que sus soldados saben en qué situaciones deben abrir fuego. Grupos de derechos humanos, utilizando casos como el de Jan Yunis, han denunciado que se están utilizando normas más “flexibles” que en anteriores guerras o que muchos de los mandos dan vía libre a sus tropas para disparar cuando lo crean necesario. La cúpula militar ha intentado en alguna ocasión contener esa libertad que se han tomado generales y coroneles, pero sin resultados. Los mandos que permiten o animan a matar a civiles se limitarán a informar que han matado a unos terroristas.

Esta carta blanca para disparar ha perjudicado la integridad de las propias tropas. En enero, se supo que 36 de los 188 militares caídos en combate hasta ese mes habían muerto por incidentes de fuego amigo o accidentes. El porcentaje es del 19%, una cifra gigantesca y sin precedentes en las guerras de las últimas décadas en el caso de ejércitos modernos.

Un caso similar fue el de los tres rehenes israelíes que escaparon y que salieron de un edificio en una “kill zone” en diciembre. Les dispararon a pesar de que se habían quitado las camisas y las agitaban como banderas blancas. Gritaron en hebreo que eran israelíes y el mando militar en la zona les autorizó a salir, garantizando que no dispararían. Pero un soldado que no había recibido esa información y tenía orden de disparar a todo palestino al que viera en la calle abrió fuego y les mató.

El Ejército lo llamó “un suceso trágico”. Si las víctimas hubieran sido palestinas, el incidente ni siquiera habría trascendido.

La presencia de tropas en actitud agresiva hace que lo normal sea que los civiles se escondan en sus casas. Pero la guerra está a punto de cumplir su sexto mes. Especialmente en la zona norte de Gaza, las 300.000 personas que se calcula que siguen viviendo allí necesitan salir a la calle para intentar encontrar comida donde sea y no morir de hambre o comprobar si su casa ha sido destruida.

El ataque del martes al convoy humanitario de World Central Kitchen (WCK), la ONG que dirige el chef español José Andrés, es un ejemplo de la política de disparar a civiles sólo porque en las inmediaciones –sea en una casa o en un vehículo– se encuentra un presunto miembro de Hamás.

El primer ministro Benjamín Netanyahu lo ha calificado de “ataque no intencionado”. Fue cualquier cosa menos eso. Un dron atacó al primero de los tres coches, que circulaban separados por 500 metros como medida de seguridad, y luego disparó otras dos veces contra los otros dos vehículos. Murieron siete personas de la ONG, cinco extranjeros y dos palestinos con doble nacionalidad, estadounidense en un caso y canadiense en el otro.

Tras la primera explosión, los ocupantes del coche blindado que sobrevivieron esperaron al segundo vehículo, se subieron a él y notificaron el ataque. Se subieron al segundo coche, que también recibió un impacto que causó daños mayores. Al llegar el tercero, metieron dentro a los heridos y continuaron la marcha. Segundos después, un tercer misil destruyó el coche. Fue un ataque deliberado contra cada uno de los vehículos. La posible existencia de un hombre armado hizo que los militares decidieran que era legítimo matarlos a todos.

Fuentes militares citadas por medios israelíes sostienen que un hombre armado viajaba en un camión cargado de alimentos que formaba parte del convoy y que se quedó en el almacén de Deir al Balah, en el centro de Gaza, donde fue entregada la ayuda. Es posible que si ese individuo armado existía, fuera un policía de Gaza con la misión de proteger los alimentos ante la posibilidad de un robo.

Los coches, identificables con el logo de WCK en el techo, regresaron, ya sin el camión, hacia Rafah, en el sur, por una ruta acordada previamente con el Ejército israelí. La unidad militar encargada de vigilar esa carretera ordenó al operador del dron atacar el convoy y acabar con todos sus ocupantes.

Philip Gourevitch, periodista de The New Yorker y autor del libro más conocido sobre el genocidio de Ruanda, lo ha dejado escrito con claridad, mencionando también el ataque del lunes contra el consulado iraní en la capital siria: “La increíblemente precisa información de inteligencia y la precisión en el ataque aéreo de Israel a los generales iraníes en Damasco permite confirmar, si fuera necesario, que todo lo que se hace en Gaza es igualmente deliberado y no producto del quizá inevitable daño colateral producto de luchar contra Hamás”.

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El hundimiento de la imagen de Israel en EEUU

Entrega de alimentos en el campo de Yabalía en Gaza el 27 de marzo.

No hay precedentes en Estados Unidos para un rechazo tan claro de la opinión pública a un ataque militar israelí en territorio palestino. Tampoco los hay para lo que está ocurriendo en Gaza. La última encuesta de Gallup muestra que un 55% se opone a las acciones militares en Gaza. Un 36% las aprueba, cuando eran el 50% en noviembre de 2023. El rechazo es aún más claro entre los votantes demócratas (75%) y también lo es en el caso de los votantes independientes (60%).

El anterior sondeo de noviembre se hizo menos de dos meses después del ataque de Hamás del 7 de octubre y del inicio de la invasión israelí. En ese momento, una parte importante de la gente podía mantenerse en sus posiciones anteriores en relación al conflicto israelí-palestino. En EEUU, los primeros siempre han tenido mayor apoyo que los segundos. Aun así, la diferencia no era grande entonces: 50%-45%. A diferencia de la clase política, no todos los ciudadanos pensaban que su respuesta debía ser por defecto proisraelí.

Más de cinco meses después del inicio de la destrucción de Gaza por Israel, que ha matado a 32.000 palestinos, el rechazo se ha hecho mayoritario. Las cifras en el campo demócrata, que se han podido apreciar en otras encuestas, explican por qué Joe Biden necesita que la guerra llegue a su fin. Eso no impide que continúe el apoyo militar norteamericano, que siempre ha sido esencial para las Fuerzas Armadas israelíes.

Otro síntoma del hundimiento de la imagen de Israel en EEUU, que es más acusado en Europa, puede encontrarse en unas declaraciones de Donald Trump. Cuando era presidente, prácticamente concedió a Netanyahu todo lo que quería. Ahora es consciente de que la reputación israelí se ha convertido en algo tóxico y él nunca ha ha tenido interés en ponerse del lado de los perdedores. En una entrevista con el diario Israel Hayom, Trump reclamó a Netanyahu que ponga fin a la guerra, porque está perdiendo mucho apoyo en todo el mundo.

Por mucho que la continuación de la guerra ponga en peligro la participación en las urnas de sectores cuyo candidato natural sería Biden, no parece que la Casa Blanca esté dispuesta a abandonar por completo a Netanyahu. EEUU decidió abstenerse en la última votación del Consejo de Seguridad de la ONU, lo que permitió la aprobación con catorce votos a favor de la resolución 2728 que pide un alto el fuego inmediato y la entrada masiva de alimentos en Gaza.

Esa forma de presión quedó muy descafeinada cuando el Gobierno norteamericano se apresuró a afirmar en público, a través de su embajadora en la ONU, que se trataba de una resolución no vinculante, una interpretación

Los demás países del Consejo negaron de inmediato. Como muestra, la embajadora británica dijo que la decisión debía ser aplicada inmediatamente.

«Todas las resoluciones del Consejo de Seguridad forman parte del Derecho internacional. Son vinculantes por ser leyes internacionales», dijo la portavoz adjunta de la ONU, Farhan Haq. El artículo 25 de la Carta de Naciones Unidas establece que «todos los miembros de Naciones Unidas están de acuerdo en aceptar y aplicar las decisiones del Consejo de Seguridad».

El Gobierno israelí se ha negado a cumplir la resolución 2728.

«En Gaza hoy, el número de bajas civiles es demasiado alto y la cantidad de ayuda humanitaria es claramente demasiado baja. Necesitamos un aumento inmediato de la asistencia para evitar una hambruna», dijo el secretario de Defensa, Lloyd Austin, antes de reunirse con el ministro israelí de Defensa, de visita en Washington.

Muchas palabras y pocas acciones efectivas para alcanzar ese objetivo. Netanyahu continúa prometiendo la victoria final sobre Hamás y ha anunciado en varias ocasiones que el Ejército ocupará por la fuerza Rafah, la última población del sur donde se han refugiado más de un millón de personas.

La negativa de los republicanos a aceptar un nuevo paquete de ayuda militar a Ucrania ha afectado también a los 13.000 millones que Biden había prometido al Gobierno de Netanyahu. Sin embargo, su Gobierno ha continuado enviando armamento a Israel en cantidades menores para no tener que pasar por una votación en el Congreso. Senadores demócratas han pedido que esa ayuda esté condicionada al fin de los ataques a Gaza sin que la Administración se haya atrevido a dar ese paso.

Comentarios como los de Austin o los comunicados del Departamento de Estado tienen un efecto nulo en las autoridades israelíes, que creen saber que no irán más lejos.«Los israelíes pueden ignorar esa retórica porque no se sustenta en acciones», ha dicho Daniel Levy, que participó en las negociaciones entre israelíes y palestinos en el proceso de Oslo. «Todo se reduce de forma clara a la persona del presidente (Biden), que vive con un Israel en la cabeza que probablemente nunca existió y que seguro que no existe ahora».

Lo que ven los norteamericanos es a su Gobierno haciendo declaraciones a favor del fin de la invasión y del aumento de ayuda humanitaria sin ser capaz de presionar de forma efectiva a su mejor aliado en Oriente Medio al que aporta 3.000 millones de dólares anuales en ayuda militar. Es difícil saber hasta qué punto influirá la situación de Gaza en su voto en las elecciones de noviembre a la hora de elegir entre Biden y Trump –los asuntos de política internacional casi nunca son esenciales en las urnas–, pero no cabe duda de que ya no aceptan que la única respuesta norteamericana debe ser apoyar a Israel hasta el final.

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Un duro golpe para la imagen de Putin como defensor de Rusia

Putin prende una vela en recuerdo de las víctimas del atentado el domingo.

En agosto de 1999, Vladímir Putin fue nombrado primer ministro por el presidente, Boris Yeltsin. Era el quinto jefe de Gobierno en menos de dos años y no se preveía que tuviera una esperanza de vida superior a sus predecesores. Dos días antes, había ocurrido el hecho que terminaría por acelerar su llegada al poder absoluto. Un grupo de insurgentes chechenos del sector más fundamentalista invadió la vecina república rusa de Daguestán. Su objetivo era formar una república islámica con Chechenia y Daguestán y expulsar a los rusos del Cáucaso.

Pocas semanas después, se produjeron atentados con explosivos contra edificios de viviendas en tres ciudades rusas, que causaron 300 muertos y un millar de heridos. Estos ataques indiscriminados contra la población civil han estado rodeados de misterio desde entonces, aunque en su momento se dio por hecho que eran obra de los grupos yihadistas chechenos que habían intentado ocupar Daguestán. La respuesta de Putin fue brutal. Con la Segunda Guerra Chechena, aniquiló a los insurgentes que habían humillado antes al Gobierno de Yeltsin. El hombre que había surgido de los servicios de inteligencia construyó en muy poco tiempo la imagen del líder que necesitaba Rusia para defender su seguridad al precio que fuera.

«Los perseguiremos allí donde estén. Perdón por decirlo así. Los cazaremos en los baños. Acabaremos con ellos en las letrinas», dijo en una frase que se recordaría durante mucho tiempo. En marzo de 2000, ganó las elecciones presidenciales con el 53% de los votos y 38 millones de papeletas con su nombre.

Un cable de la embajada de EEUU resumió la razón de su victoria con una sola palabra. «¿Por qué Putin? Chechenia».

La violencia chechena no desapareció por completo ni tampoco las sospechas sobre la incompetencia de los servicios de seguridad para prevenir atentados masivos. El ataque a una escuela en Beslán en 2004 provocó otra matanza con 334 muertos, de los que 186 eran niños. Los familiares de las víctimas denunciaron la facilidad con la que los terroristas habían llegado a la localidad, a menos de dos horas en coche desde la capital chechena, probablemente sobornando a los policías en los controles habituales en la región. También criticaron el ataque de las fuerzas especiales a la escuela, que pudo provocar más víctimas que las ocasionadas por los disparos de los asaltantes.

Veinte años después de Beslán, Rusia ha sufrido otra matanza en un auditorio de Moscú, con 137 muertos identificados, que ha sido reivindicada por ISIS-Khorasan, un grupo del ISIS con bases en Afganistán.

Una vez más, hay que preguntarse cómo un reducido grupo de atacantes pudo entrar en el complejo de entretenimiento Crocus City Hall, que alberga centros comerciales, cines y un inmenso auditorio, donde en esos momentos podía haber 7.000 personas, sin que la policía opusiera la menor resistencia. En algunos vídeos, se puede ver a decenas de personas huir aterrorizadas de los disparos y entre ellas a varios agentes de policía. Los terroristas lograron entrar al auditorio y disparar a placer a los que ya habían llegado para asistir a una actuación musical.

Imagen del vídeo difundido por la agencia oficial del ISIS que muestra a los autores de la matanza del auditorio de Moscú.

Desde el inicio de la invasión de Ucrania, Putin ha reforzado su imagen como gran defensor de la nación rusa y de la seguridad de la población. El autoritarismo de sus mensajes y la represión de los disidentes se justifican en los medios de comunicación por las circunstancias extraordinarias que vive el país y por el peligro que suponen los enemigos de Rusia, es decir, Europa y EEUU. Por encima de todo esos riesgos, se ofrece la imagen de Putin como el hombre fuerte que necesita Rusia. Quien lo olvidara sólo tenía que recordar lo que había ocurrido en Chechenia.

La autoría yihadista del atentado fue discutida de inmediato por las autoridades rusas. Los medios de comunicación recibieron instrucciones del Gobierno para que acusaran a Ucrania de estar detrás de la matanza. La reivindicación por el ISIS no alteró sus planes, ni siquiera cuando el grupo yihadista difundió a través de su agencia oficial Amaq vídeos del ataque en los que se podía comprobar que estaban grabados en el lugar de los hechos, tanto el extenso vestíbulo del auditorio como los pasillos de acceso.

El lunes, Putin reconoció en una reunión con altos cargos de seguridad que los autores eran «islamistas radicales», pero insistió en apuntar a una supuesta pista ucraniana u occidental. «El atentado terrorista es sólo un eslabón en una cadena que va a Kiev y Washington», dijo. Los responsables últimos son los que se vean favorecidos por el resultado: «¿Quién se beneficia de esto?».

«Esto va a ser analizado como un fracaso de Putin. Llegó con promesas de paz y estabilidad. ¿Dónde están ahora la paz y la estabilidad?», ha dicho a The Wall Street Journal Abbas Gallyamov, un consultor político que escribió discursos para Putin y que ahora le critica de forma regular. «Si al final ha sido el Estado Islámico, entonces toda tu política exterior no vale nada, y por eso han hecho lo posible por lanzar la acusación sobre Ucrania».

Atacar a Ucrania o EEUU es la mejor manera de orientar la furia de la población por la matanza hacia los enemigos exteriores de Rusia, y no a sus fuerzas de seguridad y servicios de inteligencia por no haber podido impedirla.

Centrados en la guerra con Ucrania y en perseguir a los disidentes, los servicios de inteligencia han fracasado a la hora de impedir un ataque yihadista como los que han tenido lugar en años anteriores en los países occidentales, en especial el de la sala Bataclan en Francia. La idea de que ISIS no debería prestar atención a Rusia está fuera de la realidad y las fuerzas de seguridad lo saben.

En 2022, un comando atacó la embajada rusa en Kabul en 2022 matando a un diplomático y un guardia de seguridad. A principios de marzo, el Gobierno anunció que había desarticulado una célula del ISIS que pretendía atacar una sinagoga.

El apoyo decisivo que el Gobierno ruso dio al régimen de Siria en su guerra contra grupos islamistas y yihadistas convirtió a Moscú en un objetivo evidente del ISIS o de cualquier musulmán radicalizado tras su paso por ese conflicto. Es el caso de Akbarzhon Jalilov, ciudadano ruso de origen uzbeko, condenado por colocar una bomba en un vagón del metro de San Petersburgo que mató a 15 personas en 2017. Tres años antes, había viajado a Siria y se había entrenado en tácticas terroristas en un campamento del ISIS.

El historiador Mark Galeotti se pregunta si Putin utilizará el atentado para perseguir a los muchos inmigrantes de las repúblicas rusas del Cáucaso o los extranjeros procedentes de países de Asia Central que viven en las principales ciudades. Su problema es que «la economía sufre un déficit de mano de obra (por la movilización militar y la huida de centenares de miles de jóvenes) y necesita a millones de trabajadores de la región que aceptan los trabajos que los rusos no quieren o los salarios que los rusos no aceptarán».

Uno de los presuntos autores del atentado fue llevado en una silla en su comparecencia ante el tribunal.

Lo que está fuera de toda duda es que la respuesta será violenta. Los cuatro presuntos autores de la masacre comparecieron el lunes ante un tribunal con evidentes muestras de haber sido torturados. Uno de ellos tuvo que ser trasladado en una silla y ni siquiera parecía estar consciente. Resulta inaudito que circularan vídeos con fragmentos de los interrogatorios en redes sociales, imágenes que sólo podían haber sido filtradas por el FSB o la policía. En uno de ellos, cortan la oreja de un detenido y se la meten por la boca. Se escucha la voz del interrogador: «Todavía te queda una oreja».

Habitualmente, los gobiernos suelen ocultar las pruebas de que emplean la tortura para hacer hablar a los terroristas. En Rusia, las autoridades las hacen públicas sin ningún recato. Putin da por hecho que la población perdonará los errores policiales si comprueba que el Gobierno está dispuesto a responder al terror con la respuesta más brutal que puedan imaginar.

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